Por Marco Casillas (Cuento corto)
Pedro y Ana sabían de ellos desde niños. “El sapote”, convertido hoy en un pueblo fantasma del sur de Zacatecas, allá en el Cañón de Juchipila los vio nacer, crecer, desarrollarse. Esta es su historia.
ANA
Ella siempre fue una niña despierta, vivaracha, jugaba sin cesar con aquellas muñecas de trapo que su abuela le fabricaba. Gustaba de bañarse desnuda en el río cuando Tláloc bajaba amoroso y fuerte desde el cerro de Santo Santiago. Como todas las niñas de su edad ayudaba con la ordeña, el cuidado de vacas y chivas, la alimentación de las gallinas y la siembra de maíz, frijol y avena.
Era una niña con carácter recio. Tenía siete hermanos. Solo ella había nacido mujer, por lo que doña Petra Sandoval, su madre, le tenía especial consideración. No así el viejo Roberto Palma. Su padre era, como la mayoría de los varones de la región, un ser duro, de difícil acceso a sus emociones y con un gesto adusto que lucía frecuentemente igual en las afueras de cualquier “tiendita” del lugar, que en coleaderas o en misas dominicales.
“Parece que anda oliendo boñiga”, murmuraban las pocas mujeres que quedaban en un pueblo que originalmente tenía unas cuarenta casas, pero en donde ya solo siete familias habitaban. No era un mal hombre. Así estaba educado. Nadie podía culpabilizarlo porque, ciertamente, don Roberto no sabía de abrazos, de besos, de cariños. Nadie se los dio, a nadie se los daba.
PEDRO
Pero si Ana era una “niña del montón” –salvo acaso por su carácter decidido-, a Pedro lo tildaban como un niño apocado, arratonado . Hijo único, desde pequeño prefería aislarse y ponerse a pensar y pensar debajo de cualquier “Palo Bobo” , desde donde observaba ardillas, venados, conejos y hasta jabalíes en loca y ruidosa carrera hacia sus cuevas.
Don Pedro Montoya, su padre, no paraba en quejarse de Pedrito: “muchacho cabrón, bueno habías de ser para ayudar, siempre sentadote en el monte, no si para hacerse guey nomás hay que nacer así”. Cuando cumplió los quince años, todos pensaban que Pedro se iría “al Norte” como sus ocho hermanos mayores lo hicieron. Ganar dólares, comprarse una troca, venir a las fiestas. Parecía que esos eran “los piensos” de todos desde hacía más de cien años, pero con Pedro fue diferente.
EL PACTO
Pedro y Ana, eran de la edad. Cuando tenían los quince tuvieron un romance fugaz, que no prosperó por los caracteres de ambos. Pero, como el diablo nunca duerme, el destino empujado con la mano de sus padres quienes sin avisarles decidieron que deberían unirse en matrimonio les había preparado una sorpresa que ni uno ni otro esperaban. Y así lo hicieron prepararon todo el jolgorio, con la típica manera de la familia de “ayudar” que uno toma como “meterse en lo que no les importa”, con la justificación de que “todo es por tu bien”
Claro a ellos, nadie les pidió permiso. Sin embargo aceptaron a regañadientes.
Cumplían ya los treintaiocho y “El Sapote” se iba quedando solo. La unión entre Pedro y Ana se dio entre fiesta, mole y baile, a Pedro jamás dejó de acompañarlo ese rostro de nostalgia, de tristeza por vivir. Ella se veía feliz, aunque su alegría no duró mucho…
Un pueblo ya casi abandonado orilló a Ana a tomar una decisión.
La negativa de Pedro no surtió el menor efecto. Ana, ella sóla, empacó las cosas de los dos. Ya antes había vendido algunos de los animales que tenían y en una soleada mañana de abril bajaron del rancho anclado al pie de la montaña, para irse a Calvillo.
Ya se han de imaginar la cara de angustia que llevaba Pedro. Vestido con la sencillez de siempre, pisando sus huaraches con parsimonia calmosa, ni siquiera habló con Ana durante todo el camino. Ella, por cierto, ya había arreglado la renta de una pequeña casa adaptada para fungir como tienda allá en Calvillo.
Estuvieron ahí varios días. Trataron de acomodarse lo mejor que pudieron, siempre con la iniciativa de Ana para surtir la tienda, y con la pereza de Pedro quien se la pasaba casi todo el día acostado en una hamaca que había adaptado en el patio de la casa.
Un buen día, Ana se levantó. Apenas cantaban los gallos, serían las cinco de la mañana si acaso. Pero el catre de junto estaba vacío. Pedro no estaba. Tampoco su ropa, ni su hamaca, ni el gallo “Lorenzo” con el que gustaba platicar.
EL BURRO
Ana siempre fue una muchacha decidida. Todos en su pueblo recordaban la historia del “burro acostado”. Aquel jumento que, terco, se negó a llevar la carga que ella le había dispuesto en el lomo. ¿No caminas pinche burrito? Fue lo último que escuchó el noble equino mientras observaba aterrado como Ana le rodeaba el cuello con aquella rasposa reata de ixtle. Lo mató, lo ahorcó, ganándole en terquedades al animal.
Envuelta en un pañuelo puso como único equipaje un viejo revolver 22, y emprendió el camino de regreso a su rancho. Iba por Pedro.
Realizó el mismo trayecto, y lo que encontró en la casucha en la que vivían antes de irse de aquel ranchito, le provocó una extraña mezcla de ternura y coraje. Ahí estaba Pedro, sentado bajo un mezquite, mirando con paz y calma el agua del arroyo, y platicándole historias a Lorenzo, su gallo.
Ana sacó el arma.
Pedro hizo una mueca de tristeza. Hizo lo que le ordenaron y volvió a Calvillo junto con Ana. Duró allá sólo unos diez días. Después se regresó al “Sapote”. Hoy, aún hoy, ya convertido en anciano, cualquiera que vaya al monte puede verlo cocinando sus gordas de horno, platicando con sus gallos y mirando plácidamente el zigzagueo acuoso del río. Es feliz, a su modo.